Declarado extinto, el pueblo yagán se levanta en la Tierra del Fuego
Los pueblos indígenas de Tierra del Fuego alguna vez fueron relegados al olvido histórico. Ahora, arqueólogos los ayudan a buscar historias más profundas sobre sus antepasados.
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Este es el fin de la Tierra: el Fin del mundo, como lo nombran los folletos turísticos; Tierra del Fuego, como se conoce más universalmente; y hogar, como lo han llamado los indígenas yagán durante gran parte de los últimos 8.000 años, y probablemente desde hace más.
La punta más al sur de Sudamérica es una mancha irregular de islas, como si un dios descuidado hubiese dejado caer el plato de su cena. Aquí se encuentran los océanos Atlántico y Pacífico, y el choque es despiadadamente tormentoso. El clima es veleidoso –lluvia, granizo, nieve y sol pueden golpear la tierra en el lapso de una hora–, pero, en este día de verano de febrero, está soleado, cálido y sin viento. Las gaviotas cocineras parlotean, las olas rompen contra un islote rocoso y un olor cobrizo –una mezcla de caracoles y algas marinas– se desliza por el arrecife donde estoy ayudando a recoger lapas, removiéndolas de las piedras ásperas a lo largo del canal Beagle.
Ya con balde lleno, en el bote de remos de José German González Calderón, salgo en busca de sus trampas para cangrejos. Estoy en el remo de estribor, la fotógrafa Kat Pyne en el de babor; y González Calderón observa nuestros aspavientos desde su asiento en la popa con una expresión que vacila entre la neutralidad intencionada y el desconcierto. Feofeo, su perro blanco que parece de peluche, se sienta en la proa. Feofeo es lindolindo y nos mira.
González Calderón, de 58 años y complexión robusta, con la cabeza llena de pelo canoso, se burla de nosotros: “Feofeo está aburrido, vamos demasiado despacio”.
Todo el mundo tiene una opinión.
Hasta hace poco, se consideraba que González Calderón no debía existir –porque él es yagán–. Como los palawa en Tasmania, los sinixt en Canadá y los karankawa en los Estados Unidos, los yaganes tienen el dudoso honor de haber regresado de entre los muertos, su extinción proclamada por forasteros –europeos y sus descendientes– durante más de un siglo.
A pesar de miles y miles de años de historia, la narrativa de los yaganes, y la de otras culturas indígenas, enfatiza a menudo en un momento: el desastroso encuentro con los europeos. Y eso es lo que me trae aquí. Una irritación porque a lo largo de toda América, la cultura popular se ha centrado implacablemente en ese único punto en el tiempo, que, aunque significativo, es como escribir una versión mal abreviada de una historia de múltiples capas. Una verdad más profunda yace enterrada, rica en una diversidad de personajes que se expande en el tiempo y el espacio.

Datos cartográficos de OpenStreetMap a través de ArcGIS
Los yaganes, una comunidad indígena que ha hecho de Tierra del Fuego su hogar durante miles de años, viven actualmente en la Isla Navarino, Chile, y al otro lado del Canal Beagle (Onashaga en el idioma yagán) en Ushuaia, Argentina.
En las últimas décadas, arqueólogos han estado excavando más allá de la narrativa contada por aventureros y cronistas europeos, esos que asesinaron a algunos yaganes, raptaron a otros, convirtieron al cristianismo a otros cuantos y los declararon a todos desaparecidos. Están buscando en el paisaje de manera más amplia que excavadores anteriores, reinterpretando décadas enteras de información y abriendo sus mentes a la evidencia que tienen al frente. Están desenterrando con cada vez más detalles una contra-narrativa centrada en la longevidad y tenacidad de los yaganes –en cómo hicieron de Tierra del Fuego, ahora dividida entre Argentina y Chile, su hogar mientras los milenios pasaban–. Junto a los relatos orales de una comunidad yagán cada vez más orgullosa y asertiva, la arqueología ayuda en la resurrección de un pueblo.
La historia también yace en el presente. González Calderón nos ha invitado a pasar un par de días con él en isla Navarino, parte del territorio yagán que alguna vez se extendió a través de Tierra del Fuego, prácticamente hasta la punta de América del Sur. La isla, hoy parte de Chile, ha sido territorio yagán por miles de años y en ella sigue viviendo la mayoría de la comunidad indígena.
José Germán González Calderón es yagán y vive en la isla Navarino. Pasa tiempo pescando, atrapando cangrejos y recolectando lapas en Bahía de Mejillones, un lugar importante para la comunidad, y el sitio donde su madre nació.
Todavía en lo alto del cielo, el sol brilla en el agua mientras desembarcamos en la bahía de Mejillones. La bahía es una figura enorme en la historia yagán. Depósitos de conchas –la mayoría conchas de mejillones y lapas– salpican la playa, extendiéndose a varios metros de profundidad. Como haciendo guardia está el hogar del último yagán asentado en la bahía, Benito Sarmiento, quien en los años sesenta se resistió cuando el gobierno chileno trasladó a la comunidad y a otros del archipiélago hacia las afueras del único pueblo con un tamaño considerable de la isla: Puerto Williams, de 2.000 habitantes, a una hora de camino en auto hacia el este. Hoy, unos cuantos yaganes conservan cabañas en la bahía de Mejillones, pero solo van de visita. Sarmiento vivió solo en la ensenada hasta su muerte en los años setenta. La casa de Sarmiento, dicen, sirve como un recordatorio de que su pueblo regresará.
La cabaña amarilla con una sola habitación de González Calderón se posa en una colina sobre la carretera. La ciudad argentina Ushuaia, al otro lado del canal Beagle –llamada Onashaga por los yaganes– parece estar a solo un viaje fácil en canoa, y bromeamos con la idea de remar hasta allí para tomar una cerveza en el pub irlandés. El único drama viene de las montañas del continente en la distancia, la áspera cola de los Andes, lo suficientemente alta para confundirla con las murallas del cielo. Una luz que evoca algo divino se refleja en el hielo ensillado entre las agujas pedregosas de la cordillera.
Conversamos y miramos hacia el otro lado del canal. González Calderón saca las lapas de sus conchas, corta algas marinas y agrega algunos vegetales empacados para el viaje en una olla para hacer sopa. Tiene un encantador sabor salado que solo el océano puede dar, y, de vez en cuando, en una que otra cucharada, una carita sonriente, una lapa, se asoma con aparente incredulidad a través de las hebras de algas.
En Bahía de Mejillones buscamos lapas, erizos y peces. Recogemos menta y leña. Y charlamos y reímos mientras el día se vuelve noche. Los yaganes han forrajeado, pescado y vivido a lo largo de la bahía durante al menos 6.000 años, aunque probablemente más.
La madre de González Calderón, Úrsula Ercira Calderón Harbán, nació en la bahía de Mejillones en 1923, y él pasó sus primeros años en Mascart, una pequeña isla al otro lado de la bahía donde los yaganes masacraron misioneros en el siglo XIX. Úrsula murió en 2003. Su hermana, Cristina Calderón Harbán, se mantuvo como la matriarca de la comunidad en isla Navarino hasta su muerte a los 93 años en febrero pasado. Vivía rodeada por su familia en Villa Ukika, el poblado yagán que bordea a Puerto Williams. Cristina tejía canastos, contaba historias, y mantenía viva la lengua yagán.
Mientras estamos sentados y tomamos sopa, el chileno Jaime Ojeda, un ecólogo marino amigo de González Calderón, me cuenta que Cristina estaba harta de los periodistas. Ojeda conoce a la familia Calderón desde 2008, cuando vivía en isla Navarino e investigaba algas marinas y moluscos para su tesis de maestría. Fue él quien organizó este viaje a la bahía de Mejillones. Cristina, dice Ojeda, tuvo que soportar un sinfín de solicitudes de entrevistas de periodistas e historias impostadas sobre ella, confeccionadas por forasteros: la última hablante de una lengua, la última que recuerda una forma de vida muerta, la última de los “verdaderos” yaganes. Esta narrativa rota de “la última de algo” se le pegó como un chicle incrustado en la suela de un zapato. Incluso los turistas buscaban a Cristina esperando capturar un instante de última oportunidad para publicar en redes sociales.

Cristina Calderón Harban fue una anciana yagán que mantuvo vivo el idioma y enseñó a la comunidad a recolectar cañas y tejer canastas, entre otras habilidades que aprendió de niña. Calderón Harban falleció el 16 de febrero de 2022. Foto de Oliver Vogel
El pasado de los yagán está presente en toda isla Navarino, en los depósitos de conchas, en la abundancia del océano, en los animales y montañas que aparecen en las historias, en un museo cuidadosamente curado y en la propia gente. Pero en la divisa actual de palabras e imágenes, los turistas parecían querer capturar a Cristina como la encarnación de un pueblo ancestral. Querían que ella validara las historias que los voyeristas europeos tejieron de exageraciones, suposiciones, insularidad e ignorancia deliberada. Es una narrativa defectuosa que comenzó en 1519.
En Argentina, Victor Vargas Filgueira (usando la chaqueta roja) y su familia se declararon yaganes en 2005, luego de años de ocultar su herencia. Filgueira escribió un libro, Mi sangre Yagán, publicado en 2017. De izquierda a derecha: los hijos de Filgueira, Guillermo Francisco Vargas Brun y Nahiara Catalina Vargas Brun; Filgueira; su madre, Catalina Filgueira Yagán; y su hermano, Tarsicio Vargas.
Ese año, Fernando de Magallanes zarpa desde España, cruza el Atlántico y atraviesa un estrecho en el extremo de Sudamérica para adentrarse en el Pacífico, convirtiéndose en el primer europeo en hacerlo. Cuando alcanza la punta más al sur de Sudamérica, el humo cubre la costa. Magallanes la nombra Tierra del Humo. Sigue navegando. El rey de España, sin embargo, declara que donde hay humo hay fuego, y rebautiza la tierra con el pegajoso nombre de Tierra del Fuego. El nombre –que encapsula un momento breve, una escena incomprendida y poco meditada– se queda.
Casi 60 años más tarde, después de semanas dando vueltas por el océano Antártico y haber sido azotados por tormentas, los marineros del Golden Hind, capitaneados por el corsario inglés Francis Drake, divisan una bahía. Un cura a bordo garabatea notas sobre canoas llenas de hombres y mujeres remando de isla en isla, niños y niñas envueltos en pieles colgando de las espaldas de sus madres. Las canoas son maravillosas, escribe.
Y así comienzan los registros en un diario o, en términos antropológicos, la etnografía. Escrita sobre todo por hombres blancos europeos en inglés, francés, italiano, alemán, holandés y español, el número de palabras sobre los yagán es asombroso. Los europeos se muestran a veces cautivados, a veces despectivos, pero son, sobre todo, obtusos.
Los primeros holandeses llegan en 1616. En febrero de 1624, ansiosos por batallar contra la Armada española en Perú –aparentemente, un paso necesario para la dominación mundial– atracan su flota en las bahías de varias islas al sur de isla Navarino. En una, donde anclan cinco barcos, algunos marineros reman hasta la orilla en busca de agua y leña. Cuando no regresan, sus compatriotas encuentran cinco cadáveres y dos sobrevivientes en la playa. Otros 12 marineros están desaparecidos. Los yagán los han despachado con lanzas y arcos y flechas. Los europeos tachan a los yaganes de caníbales, una calumnia que los perseguirá por 250 años.

Una litografía del libro Complete Gallery of Peoples in True Pictures, publicado en 1835 en Alemania, describe a las personas como nativos de Tierra del Fuego. Pero muchas ilustraciones del libro no se crearon a partir de lo observado en la vida real, sino que se adaptaron a partir de descripciones de otros libros o revistas. Sin pensar en la precisión, los primeros cronistas vieron a los pueblos indígenas a través de una lente desdeñosa o admirativa, y más como exhibiciones de zoológico. Foto de Florilegius/Alamy Stock Photo
Las décadas pasan, con visitas del capitán inglés James Cook en 1769 y 1774. Llama a la gente de la región “una pequeña, fea y medio hambrienta raza imberbe”, salpica su territorio con el nombre de Desolación –como el cabo y la isla– y, sin embargo, se derrama en elogios hacia la rica vida marina, particularmente hacia las ballenas y focas. Al poco tiempo, el primer barco ballenero navega alrededor de cabo de Hornos hacia el océano Pacífico, territorio de los cachalotes. Legendarios enredos con esa especie –tal vez las ballenas más difíciles de capturar– se convirtieron en la inspiración para Moby Dick. El aceite de ballena alimenta la Revolución Industrial. La exploración alimenta la explotación.
Los europeos raptan personas, las llevan a Europa, las exhiben o intentan “civilizarlas”, y luego las regresan a sus hogares. En su primer viaje a Tierra del Fuego a finales de la década de los 1820, el capitán Robert FitzRoy penetra Onashaga, el canal en el corazón del territorio yagán, en su bergantín goleta, el Beagle: el canal Beagle llevará a partir de entonces el nombre de ese buque naval. FitzRoy se fuga con cuatro personas –fueguinos, les llama– y los lleva a Inglaterra. Uno muere.
En su segundo viaje, en 1831, FitzRoy regresa con los tres fueguinos sobrevivientes y un joven Charles Darwin, quien aprueba las maneras que han adquirido viviendo como los ingleses, en internados. Sus nombres en inglés son Jemmy Button, Fuegia Basket y York Minster. Sus nombres son Orundellico, Yokcushlu y Elleparu. Los yaganes que Darwin conoce en isla Navarino, en contraste, lo repugnan. El hombre cuyas agudas observaciones y mente abierta inician una revolución científica escribe que “son tan ladrones y caníbales tan descarados que naturalmente uno prefiere [dormir en] cuartos separados”. A Darwin no le gusta codearse con los parientes de sus compañeros de viaje fueguinos. Cree que se comen a sus abuelas.
Los europeos son como los conejitos de las baterías Energizer, nada los detiene: ni los meses que pasan en estrechos barcos de madera, ni los mares traicioneros, ni el mal tiempo, ni la mala comida, ni el riesgo de morir. Siguen llegando. Como en las películas de zombis, la trama nunca cambia, solo los actores. Los exploradores europeos vienen y van –tal como los monstruos de las pesadillas– y su falta de permanencia los hace manejables. ¿Los siguientes?, misioneros en busca de paganos. Así entra la nota grave de la desgracia, la siniestra insinuación de que la vida, para los yaganes, va a cambiar dramáticamente. Dios puede arrojar al caos el universo de cualquiera.
Hasta entonces, los yaganes eran dueños de su destino. El fuego los mantiene calientes –sobre la tierra y en sus canoas de corteza de árbol–, como probablemente también lo hace la grasa de mamíferos marinos untada en su piel. Pintan sus cuerpos con ocre rojo, carbón negro y arcilla blanca. La ropa –capas de piel de foca, taparrabos– es mínima. La tierra les regala árboles altos y rectos, hayas del sur a las que les quitan la corteza para fabricar canoas. El océano les ofrece un botín interminable: erizos de mar, mejillones, lapas, cormoranes, pingüinos, focas, leones marinos. A veces el mar otorga más de lo que una tribu puede pedir –una ballena que encalla es una oportunidad que se transmite a través de señales de humo a los vecinos–. La bondad y la generosidad son virtudes. Historias orales inspiradores guían a los vivos con enseñanzas como “el coraje loconquista todo” o “lo imposible se hace posible”. La espiritualidad abraza al mundo no humano: burlarse de los animales y los espíritus del agua es peligroso. Y como cualquiera de nosotros en su situación, los yaganes desconfían de los hombres peludos que viven sin mujeres.

Esta imagen de una mujer yagán y sus niños se tomó en algún momento entre 1904 y 1907. Las canoas de los yaganes se construían a partir de la corteza de hayas del sur. Los primeros cronistas de los yaganes se maravillaron con las canoas, llamándolas barcos perfectos que no podrían mejorarse. Foto de W. S. Barclay/Royal Geographical Society a través de Getty Images
Para mediados del siglo XIX, una organización cristiana en Inglaterra, habiendo escuchado que los yaganes son dóciles y aún no están manchados por los sacerdotes del Papa, reúne fondos para enviar a una misión a convertirlos. Salvar almas es una práctica cristiana competitiva. Una de las primeras misiones, de siete hombres, muere de hambre, no sin antes haber asesinado a unos cuantos yaganes. Más tarde, en isla Navarino, los yaganes masacran a una misión compuesta únicamente por hombres. Los subsiguientes esfuerzos para convertirlos triunfan, especialmente cuando el misionero Thomas Bridges, quien aprendió a hablar la lengua nativa fluidamente, se apodera y trae a su esposa al territorio yagán, en lo que se convertiría el lado argentino del canal Beagle.
Con la misión llega la Armada argentina, una declaración de la soberanía de ese país, y el sarampión. En 1888 la familia Bridges es testigo de una epidemia que casi borra de la faz de la tierra a los yagán. En una memoria, Uttermost Part of the Earth (La última parte de la Tierra), Lucas, el hijo de Thomas, escribe: “Eran una raza agonizante, y parecían saberlo”.
Una vez que empieza a sonar, no se puede parar la campana de la muerte.
Martin Gusinde, un párroco austriaco y etnólogo, visita cuatro veces entre 1918 y 1924. Establece relaciones con el pueblo, en particular con Nelly Calderón Lawrence, antepasada de González Calderón, y se sumerge en la cultura (el museo yagán en isla Navarino lleva su nombre), describiendo los rituales y la mitología en peligro de extinguirse junto con la lengua. Gusinde calcula una población de aproximadamente 70 personas y también cae en la idea de que el pueblo dejará de existir pronto.
En 1934, un exembajador de Estados Unidos en Chile declara que los yaganes “casi han desaparecido”. En 1977, en el bestseller In Patagonia (En Patagonia), el escritor inglés Bruce Chatwin declara que ha conocido al último yagán, el abuelo Felipe. En 1986, una periodista chilena publica un libro sobre una anciana yagán, Rosa Yagán: El último eslabón.
El registro escrito, con siglos de profundidad, se convierte en la narrativa, limitada y obturada por el lente de una cultura vastamente distinta. Hay una historia diferente. O, para ser más exactos, historias.
En Argentina, al otro del canal Beagle desde isla Navarino, a menos de una hora después de mi llegada a una excavación arqueológica, un par de semanas antes de mi visita con Calderón, el tiempo alterna entre lluvia, sol y granizo. Menos protegida que la bahía de isla Navarino, aquí el viento es un compañero constante.
Una carpa blanca cubre un gran hueco rectangular, un poco más grande que dos espacios de aparcamiento, una excavación arqueológica de cuatro por ocho metros. Una rejilla hecha de cuerda recubre la fosa y divide el lugar en 32 metros cuadrados. Los arqueólogos se agachan ante los cuadrados, usando palustres para raspar finas capas de tierra, depositándolas en cubos. Tomo un balde lleno y lo vacío en una criba colocada sobre caballetes fuera de la tienda. Luego, saco agua de un estanque bordeado por algas y la rocío en la criba, tamizando la tierra hasta que solo quedan piedras, algunas de ellas son artefactos. Un ojo experto puede notar la diferencia.
Este es trabajo para hacer con botas de goma, pantalones de lluvia e impermeable: un balde de agua vertido sobre una criba con un balde de tierra equivale a un pastel de barro. El olor, sin embargo, es sofisticado: whisky escocés con un toque de boñiga.
Cada verano, arqueólogos pasan semanas excavando a lo largo del Canal Beagle, llamado Onashaga en el idioma yagán, en busca de evidencia de las prósperas comunidades que hicieron de Tierra del Fuego su hogar durante miles de años.
Si bien los los cerca de 100 yaganes vivos hoy siguen reivindicando su lugar en el aquí y el ahora, los arqueólogos están buscando una historia más profunda y amplia sobre sus ancestros, quienes hicieron del mar y la tierra su hogar desde posiblemente tan atrás como el final de la última era de hielo. Liderando el equipo están Atilio Francisco Zangrando y Angélica Tivoli, del Centro Austral de Investigaciones Científicas del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CADIC) en Ushuaia, la capital argentina de Tierra del Fuego. Esperan, además, cavar más abajo de la fecha más antigua registrada para los yaganes en el canal Beagle, casi 8.000 años antes del presente.
Francisco Zangrando y Tivoli se conocieron en la Universidad de Buenos Aires en 1999, y han trabajado juntos como colegas en el CADIC desde 2010. Físicamente, son un estudio sobre contrastes: Francisco Zangrando es alto y ancho, el gris motea su cabello negro y rizado, gafas enmarcan sus ojos; Tivoli, en cambio, es pequeña, con rasgos finos y cabello rubio. Pero ambos querían ser arqueólogos desde los años ochenta, cuando aún siendo niños leyeron un artículo en un diario sobre “el pueblo de las canoas” y los arqueólogos que estaban comenzando a desenterrar su historia.

Una carpa protege el sitio arqueológico en Estancia Moat de los caprichos del clima a lo largo del Canal Beagle/Onashaga –en el lapso de una hora, podría llover, granizar o incluso nevar–. Atilio Francisco Zangrando, a la izquierda, codirige un equipo de arqueólogos del Centro Austral de Investigaciones Científicas del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CADIC) en Ushuaia.
El relato que capturó la imaginación de Tivoli y Francisco Zangrando era el de un pueblo ancestral tan bien adaptado a su ambiente que prosperó por 6.000 años, hasta la llegada de los europeos, apoyándose en un kit de herramientas sencillo y una dieta estable de mariscos. Fabricaban arpones y lanzas para cazar leones marinos, focas y peces. Paseaban sus canoas por el canal Beagle recogiendo mejillones y lapas, creando joyas con conchas y huesos. Enterraban a sus muertos.
El artículo explicaba que la historia había sido revelada, desde 1975, por los arqueólogos Luis Abel Orquera y Ernesto Luis Piana. En cualquier lugar del canal Beagle en el que una canoa pudiera desembarcar, encontraron montones y montones de depósitos de conchas. Excavaron muchos, encontrando huesos animales, cuchillas, arpones y joyas bien conservadas. En una multitud de artículos en inglés y español, los arqueólogos reescribieron la centenaria narrativa eurocéntrica de los yaganes, a quienes los investigadores apodaron el pueblo de las canoas.
Tivoli se guardó la historia para sí misma. Francisco Zangrando, de 11 años, tenía otros planes en mente. Una noche durante la cena –y es noche, no tarde, pues los argentinos cenan a eso de las 10 p. m. – Francisco Zangrando le cuenta al equipo en el campamento base la historia de su introducción a la arqueología. El campamento base –donde el equipo duerme, come y bromea– es un rancho que se está desintegrando, ubicado a unos 100 metros de la excavación. El rancho perteneció alguna vez a los Lawrences, una familia de misioneros que llegó a Tierra del Fuego a finales de los 1800, junto a los Bridges. Sirviendo la carne que acaba de cocinar con leña sobre una parrilla de ladrillos –el tradicional asado argentino– Francisco Zangrando explica que su yo de 11 años simplemente encontró el nombre y la dirección de Luis Abel Orquera en la guía telefónica y lo llamó sin previo aviso.
Orquera invitó al niño a visitar la universidad. Fue con su padre y le dijo al arqueólogo que quería participar en una excavación. Orquera le sugirió esperar, pero le pidió mantenerse en contacto. Se reencontraron durante el primer año de Francisco Zangrando en la universidad. El día de su cumpleaños número 21, en 1998, cumplió su sueño de infancia excavando un depósito de conchas a lo largo del canal Beagle.
Tivoli replica: “Yo era una niña normal”.

Angélica Tivoli codirige el equipo en el sitio arqueológico de Estancia Moat, que data de hace más de 5.000 años.
Como estudiantes de doctorado a principios de la primera década del siglo XXI, Francisco Zangrando y Tivoli hurgaron más profundo en su trabajo soñado y comenzaron a preguntarse si la arqueología tal vez tenía un problema de visión. A finales de los años setenta, cuando Orquera y Piana se habían lanzado a revelar el pasado ancestral de los yagán, la cultura colonial comenzaba a desmoronarse, cediendo el paso a una era de relativa inclusión. Las excavaciones yaganes, desde el principio, trataron de dejar a un lado las viejas narrativas europeas, buscando pistas concretas e interpretando el pasado basándose en evidencia dura. Pero la evidencia provenía únicamente de depósitos de conchas concentrados a lo largo de la parte central y protegida de la costa del canal Beagle.
Para Tivoli y Francisco Zangrando, ese lente ahora es demasiado pequeño, su encuadre demasiado preciso. El retrato de un lugar y su pueblo, a pesar de haber sido vigorosamente reimaginado en 50 años de arqueología, se ha mantenido en gran medida estático, como esas fotografías en blanco y negro, tomadas en colonias de todo el mundo, de indígenas con rostros sombríos que posan con sus trajes tradicionales, o de colonos que muestran sus mejores galas de domingo. Es tentador atribuir a un pueblo sus rasgos basándose en unos cuántos momentos congelados en el tiempo, construir una narrativa con la documentación a la mano y olvidarse de que la vida es una tarea desordenada y que partes de ella eluden nuestras palas y paletas.
El pasado de los yagán como el pueblo bien adaptado de las canoas es celebrado gracias a la arqueología, pero el arco de esa historia está un poco desfasado. No incorrecto, sino que estamos leyendo un único capítulo en una serie de libros a la que le faltan muchos volúmenes. Y esta es la razón para excavar aquí, cerca de la casa de los Lawrences –un rancho llamado Estancia Moat–. Este sitio es diferente de todos los demás sitios a lo largo del protegido canal Beagle: no es un vertedero de conchas encima de un montículo, sino más bien una llanura fangosa en la línea de la costa que se adentra hacia el este en el tormentoso océano Atlántico.
Encontrar el sitio de excavación en la Estancia Moat requirió, en primer lugar, una perspectiva fresca, un nuevo par de ojos. En 2014, Hein Bjartmann Bjerck, un arqueólogo noruego que trabajaba con el equipo de Tivoli y Francisco Zangrando excavando depósitos de conchas cerca del rancho, se fue a caminar. El día fue casi completamente soleado y, como de costumbre, ventoso. Bjerck se encaramó sobre un drumlin, una de las colinas que se ven como huevos gigantes a medio enterrar. Los drumlins, que se forman bajo glaciares en retirada en un mundo que se calienta, salpican el paisaje a lo largo del canal Beagle. Bjerck, sin embargo, estaba mirando más allá de los depósitos de conchas: estaba pensando como un noruego.
En Noruega, los yacimientos de conchas son escasos –los primeros pueblos probablemente dependían de peces, no mariscos– así que los arqueólogos han tenido que buscar otras pistas para encontrar potenciales sitios de excavación. Su mirada va a lo profundo, en busca de aquello que está oculto. Bjerck escaneó el océano, el rancho y otra pequeña casa cerca al agua, donde trabajan y viven un grupo de gauchos. Ambas casas se sientan en una llanura. Antes de que los glaciares se derritieran y la tierra –aliviada del peso helado– se hinchara, el nivel del mar era más elevado: Bjerck dedujo que el agua habría bañado la llanura, creando una bahía y una playa poco profundas, un puerto seguro resguardado por el drumlin.
En la base del drumlin, los gauchos habían cavado unos cuantos hoyos para clavar los postes de una cerca. Bjerck descendió, pasó sus dedos por entre las pilas de arena y encontró escamas de la manufactura de armas de piedra. Cavó su propio hoyo, luego un foso de prueba, y encontró muchos más fragmentos. Eventualmente, los arqueólogos dataron las capas de carbón del pozo –probablemente un antiguo hogar– para revelar la presencia de personas en el paisaje hace más de 5.000 años. No antes de 8.000 –el cáliz sagrado de Tivoli y Francisco Zangrando–, pero fue un hallazgo intrigante, pues provenía de un sitio que no estaba incrustado en un depósito de conchas. ¿Tal vez podría contar una historia distinta? La naturaleza alcalina de las conchas es fantástica para preservar materia orgánica, pero enfocarse en estos yacimientos sesga los resultados: es como describir las vidas modernas basándose en lo que se encuentre en las cocinas, pasando por alto el piano en la sala, los libros en los estantes, o las bicicletas en el sótano. El foso de Bjerck marcaba un nuevo comienzo.
“Tan pronto comenzamos a trabajar con Hein [Bjerck]”, Tivoli dice, “empezamos a desarrollar esta manera diferente de mirar y buscar en el paisaje”.
En este proyecto, esto significaba mirar más allá de los depósitos, mirar entre el fango de la Estancia Moat.
Algunos de nosotros nos tomamos un descanso para escalar el drumlin que se levanta del pantano. Cavamos un pozo de prueba en la cima, en un depósito de conchas. La gente se congregaba en los drumlins: piénselo como construir un salón comunitario en la cima de una montaña –allí, la vista es excelente y el agua se drena–. Los drumlins también eran buenos sitios para miradores, Tivoli explica, y las comunidades indígenas solían prender fogatas en la parte más alta para enviarse señales de humo. Una ballena encallada era un evento digno de ser compartido con los vecinos. También, probablemente, la aparición de un enorme barco de madera.
Un viento cálido que sopla hacia el norte se acelera, y nos quitamos las chaquetas y suéteres. Los arqueólogos preparan un cuadrado de un metro por un metro, luego cortan su alfombra de vegetación, dejándola a un lado. Entran los palustres. En 30 segundos, conchas de lapas aparecen. Poco después, destapamos huesos de cormoranes, un hueso de ala de pingüino, la columna vertebral de un mamífero marino, una pila de huesos de guanacos (camélidos salvajes) y escamas de piedra.
En el pasado, el pueblo yagán cazaba guanacos, camélidos que aún recorren el paisaje de Tierra del Fuego, aunque su número ha disminuido.
“Un hueso de pingüino, eso es genial”, dice maravillado Iain McKechnie, un arqueólogo visitante de la costa de Columbia Británica. En sus yacimientos de la Columbia Británica aparecen lascas de piedra, fogones y pequeñas espinas de pescado. Sin embargo, se burla de quienes se dedican a los depósitos y no logran llevar su arqueología más allá de los montones de conchas. Durante la comida y la cena, McKechnie ha estado exclamando “¡Los sitios antes que conchas!”, un mantra, quizás, o una consigna que encarna un principio rector para los arqueólogos: sal del vertedero de conchas y ensúciate. Nicole Smith, una arqueóloga canadiense casada con McKechnie, se ríe, y, de la manera más dulce posible, pone los ojos en blanco.
La excavación de vertederos de conchas, por muy satisfactoria que sea, tiene otro problema molesto: el fondo no es necesariamente el fondo.
Smith entiende las limitaciones de los yacimientos de conchas, pues ha pasado años excavándolos en Haida Gwaii, frente a la costa noroeste de Canadá, donde el pueblo haida ha vivido por lo menos desde la última era del hielo. “Hay capas debajo de los depósitos en Haida Gwaii en los que parece que el carbonato se ha disuelto”, dice Smith. La tierra come conchas: el agua subterránea es tan ácida que, en cientos o miles de años, las conchas se deshacen. En la costa oeste de Canadá hay miles de depósitos de conchas, la científica dice, pero los restos más antiguos no se encuentran dentro de ellos. “Tal vez las conchas se deshicieron, pero, ¿por qué hay un montón de conchas encima? ¿Es necesario que se produzca cierta acumulación antes de que se puedan conservar? ¿O es cuestión de tiempo? Con el tiempo, ¿desaparecerá también todo el vertedero?”
En la parte superior de un drumlin, junto al sitio arqueológico de Estancia Moat, los arqueólogos excavan un muladar de conchas y encuentran huesos de guanacos, pingüinos y mamíferos marinos.
Las dos fechas más antiguas en el canal Beagle –y la segunda y tercera más viejas para Tierra del Fuego como un todo– vienen del fondo de depósitos de conchas excavados durante una excavación de 1998 y otra por Orquera y Francisco Zangrando, entre 2010 y 2013. Fechadas alrededor de 8.000 y 7.000 años antes del presente, estas capas del fondo han entregado pocos artefactos, pero incluyen herramientas que no se han encontrado en ningún otro lugar de Tierra del Fuego: cinceles de basalto, biselados y pulidos, y puntas de proyectil con una forma inusual. Los arqueólogos encontraron unos cuantos huesos mal preservados, que pudieron haber pertenecido a un león marino y a un guanaco. Quienes dejaron estos artefactos parecen haber sido marineros de agua dulce, sin los arpones o lanzas de los cuales dependía el pueblo de las canoas para cazar focas o leones marinos o peces desde los botes. Encima de esos hallazgos comienzan los depósitos de conchas que revelan la rica narrativa del pueblo de las canoas y las cuchillas, arpones y joyas que detallan la imagen de unas prósperas comunidades marineras, tan bien adaptadas que apenas cambiaron a lo largo de 6.000 años. Sin embargo, esas dos fechas anteriores son desconcertantes – ¿Dónde encajan en la historia? ¿Qué se les está escapando a los arqueólogos? –.
Los arqueólogos contemplan la evidencia mientras son conscientes de que no tienen ni idea de lo que no han encontrado. La ausencia de pruebas, saben, no prueba nada. Un caso concreto son los huesos de perros. Jamás se ha desenterrado un solo hueso de perro en Tierra del Fuego, dice Francisco Zangrando. Pero saben que los yaganes tenían perros, pues estos aparecen en las historias yagán. Los antropólogos también reportaron la presencia de perros y, considerando que toma tiempo domesticar a una especie de cánidos, los yaganes podrían haber comenzado a hacerlo mucho antes del siglo XVI. Un espécimen disecado en un museo regional ha aportado ADN que sugiere que una especie de zorro nativo dio origen a los perros yaganes.
Para trepar fuera de un depósito de conchas, donde un científico tiene casi garantizado que encontrará artefactos y restos de animales, y en cambio descender en una fosa que puede embarrar la investigación –como las dos fechas tempranas que no otorgan respuestas, sino más preguntas– es necesario un poco de persuasión. “Nuestro equipo ha estado haciendo arqueología por 45 años, pero se ha enfocado demasiado en la formación de vertederos de conchas”, dice Zangrando. En su opinión, los depósitos de conchas han producido un sesgo que sobrevalora las prácticas de los últimos milenios, restringe la investigación geográficamente y posiblemente pasa por alto los inicios de la actividad humana en Tierra del Fuego. ¿Cuándo se adaptó la gente al estilo de vida marítimo? ¿Qué los atrajo hacia el mar?

Los sitios más antiguos a lo largo del Canal Beagle/Onashaga se encontraron en Imiwaia y Túnel. En Estancia Moat, el equipo de arqueología de CADIC espera encontrar evidencias más antiguas de personas. Datos cartográficos de OpenStreetMap a través de ArcGIS
Así que el llano fangoso de Moat es bienvenido por la información que puede aportar sobre un pasado más lejano que el que suelen revelar los vertederos de conchas. Pero la geografía de Moat es otra razón por la que el equipo está entusiasmado: este es el yacimiento más antiguo y no relacionado con un muladar que se ha encontrado hasta el momento en una especie de tierra de nadie de las excavaciones, entre el protegido canal Beagle central y la península Mitre, que se adentra en el Atlántico como la punta respingada de una bota de elfo. No obstante, una nube que oscurece la vista nítida del pasado todavía acecha en la península, así como en muchos sitios de Tierra del Fuego: el registro histórico escrito tiene una ventaja casi insuperable sobre el registro arqueológico. Los cronistas europeos llegaron en el siglo XVI; los arqueólogos, hasta finales del siglo XX.
La península Mitre es el tipo de lugar que la mayoría de personas visitan usando Google Earth o viendo un vídeo de surf. Una barrera particular de nuestra era –nuestra dependencia de herramientas específicas como la electricidad, los motores de combustión, e inclusive el líquido para encendedores– mantiene a la gente alejada. No muchos arqueólogos han visitado la península. Una antropóloga, Anne Chapman, caminó a través de ella en los años sesenta y principios de los años setenta, recolectando artefactos que encontró en depósitos de conchas a lo largo de la playa. En los años ochenta, unos cuantos arqueólogos excavaron algunas playas. Pero la mayor parte de su historia, hasta hace poco, se basaba en relatos históricos. De los escritos de Gusinde, el etnólogo austriaco, y de Chapman, sabemos algo sobre quienes vivían allí: los selk’nam, una sociedad terrestre; y los haush, quienes vivían entre la tierra y el mar.
Flavia Morello es una arqueóloga en la Universidad de Magallanes, en Punta Arenas, Chile. Ella ha excavado depósitos de conchas en isla Navarino y a lo largo del estrecho de Magallanes, a unos 200 kilómetros al norte del canal Beagle. Es de la misma cohorte de Francisco Zangrando y Tivoli; y también ha cuestionado la ortodoxia de los estudios tempranos sobre los yaganes y otros fueguinos. Cree que la tiranía de la etnografía tiene mucho que ver con la visión estrecha de los investigadores.
“En Tierra del Fuego, la primera cosa que te enseñan como estudiante es que si tienes un depósito de conchas, se trata de cazadores-recolectores marinos, y si tienes sobre todo guanaco, tienes cazadores-recolectores terrestres”, dice. “Pero hay muchos casos de mezclas”. Como los haush.
En la península Mitre, los haush eran tanto terrestres como marítimos, y nunca encajaron de forma precisa en el modelo de nadie, dice Morello. Mirando al paisaje marítimo y terrestre, ¿por qué lo harían? El océano Atlántico golpea contra la costa, es mucho más ventoso y está menos abrigado que el canal Beagle. Desde el punto de vista geográfico, tendría sentido pasar de la costa a la protección de los bosques. Los haush abrazaron el litoral de la península, cazando guanacos en las partes internas de su territorio y atrapando focas y leones marinos a lo largo de la playa rocosa, sin necesidad de botes. Los selk’nam se extendieron desde el estrecho de Magallanes hasta el territorio haush, viviendo casi siempre en el interior y cazando principalmente guanacos.

En una época anterior a los europeos, Tierra del Fuego fue el hogar de cuatro grupos indígenas, quienes tenían vínculos con otras comunidades de la Patagonia, siendo los más cercanos los aonikenk. Los yagan y kawésqar adoptaron un estilo de vida marítimo. Los selk’nam ocuparon la mayor parte de Isla Grande al norte de los yaganes, y los haush habitaron la Península Mitre y adoptaron un estilo de vida mixto terrestre/marino. Datos cartográficos por Prieto, et. al. 2019
En las últimas décadas, los arqueólogos han reajustado sus perspectivas respecto a las limpias fronteras de quién vivía dónde y cuándo. Al empujar el alcance geográfico hacia la Estancia Moat y la península, Francisco Zangrando y sus colegas amplían el foco, desde un primer plano de los barrios hasta una vista panorámica de toda una región, para ver cómo vivió e interactuó la gente a lo largo del tiempo. Hace unos diez años encontraron trazas de los yagán en la península y más allá.
“Tenemos un movimiento del pueblo [de las canoas] hacia la península hace unos 2.700 años”, dice Francisco Zangrando. Y más recientemente el equipo ha encontrado puntas de arpones yagán en la costa sur de la península de hace 5.000 años. “Es dinámico. Es algo nuevo. No tienes a cierto tipo de cazadores-recolectores aquí y a otros allí”. El movimiento de los yaganes supuso un gran salto en el paisaje que los arqueólogos habían pasado por alto.
Una vez establecidos en la península, los yaganes salieron de allí también. Enseguida remaron hasta una isla a 30 kilómetros de distancia, cruzando aguas turbulentas, se presume que para acceder a los mismos animales que ya cazaban y recolectaban en la península y en el canal Beagle: colonias de lobos marinos, focas, pingüinos, cormoranes, albatros y mejillones. Entonces, ¿por qué hacer ese peligroso cruce? Un clima más cálido y seco pudo haber debilitado los vientos predominantes del oeste y hacerlos más predecibles.
En la península, nuevas excavaciones arqueológicas y la reexaminación de evidencia muestran que la gente se mezclaba. La información circulaba entre las comunidades del canal Beagle y la península. Se prestaban ideas, compartían conocimiento. Se puede ver en sus actividades cotidianas. Hace unos 6.000 años, el pueblo de la península está decorando las puntas de arpones de hueso con bases cruciformes y canutillos, haciéndoles incisiones curvas y rítmicas. Allá en el territorio del clásico pueblo de las canoas, en la parte central del canal Beagle, la gente está haciendo lo mismo, decorando sus arpones con puntas y canutillos. “Es una hermosa decoración, un hermoso arte, y toma mucho tiempo”, explica Francisco Zangrando. “Y luego ese tipo de decoración desaparece”. Hace 3.000 años, tanto en la península como en el canal Beagle, ya han hecho a un lado el arte en las puntas de los arpones, y han abandonado las cruces. En cambio, están fabricando las puntas de sus arpones con bases de hombros simples, un diseño que siguen usando cuando llegan los europeos. Otro cambio tecnológico: están tallando piedra, rocas metamórficas, en lugar de huesos para hacer sus puntas de lanza.

Puntas de arpón con base de cruz realizadas en hueso de cetáceo, extraídas del yacimiento Túnel I y que datan de hace entre 4.590 y 6.470 años.
Las preferencias alimenticias también cambian. En toda la región, la gente está loca por las focas y los leones marinos hace unos 6.000 años. Luego, hace unos 5.000 años, siguen comiendo mamíferos marinos, pero aumentan su consumo de guanacos y aves de mar, y en los últimos 1.000 años, les va más el pescado. No hay pistas de que, durante ese período, hayan agotado un recurso y por ello hayan pasado al siguiente. Parece más bien un tema de preferencia: modas gastronómicas. La gente no vivió una existencia estática durante miles de años –crearon y se adaptaron y compartieron información a través del tiempo y el espacio–.
Por milenios, las interacciones y la información fluyen libremente a través de la región entre comunidades terrestres y marítimas. Durante un tiempo comercian con obsidiana desde cientos de kilómetros de distancia en la Patagonia continental hasta el canal Beagle, luego hay un vacío, y la obsidiana reaparece como artículo de comercio en el norte. Cuando la gente comercia, habla. ¿Recuerda cuando los yagán masacraron de manera aparentemente aleatoria a 17 holandeses en 1624? Es probable que las noticias sobre otra masacre, en la que marineros extranjeros asesinaron a unos 40 miembros de la tribu selk’nam 25 años antes, hubieran viajado desde el estrecho de Magallanes, a más de 200 kilómetros, hasta el canal Beagle. Los yaganes, en 1624, podrían haber estado advertidos de atacar primero o, como supuso el capitán FitzRoy, se estaban vengando en nombre de sus vecinos.
“Vemos los cambios, pero cómo interpretar esos cambios… Ninguno de nosotros tiene la respuesta correcta”, dice Morello. “Simplemente, va a seguir evolucionando por siempre”. Sería lindo, reflexiona, que se pudiera recoger el registro y leer la arqueología como un libro, de principio a fin. Pero si la arqueología fuera un libro, sería uno que se ha caído en una bañera llena de agua: las páginas se han fundido unas con otras, y tratar de despegarlas puede destruir lo que se espera leer. Los arqueólogos tienen que maniobrar su frágil libro con delicadeza.
El fango de la Estancia Moat es especialmente espeso, el barro revela muy poco, pero vale la pena el esfuerzo. Es un punto de inflexión. Comparada con la parte central del canal Beagle, la región está más expuesta y es más turbulenta desde el punto de vista meteorológico, las montañas son más bajas y la influencia del mar es más fuerte. Pero todo esto se compensa. Hace más de 5.000 años Moat era principalmente una pradera, luego, a medida que el clima fue cambiando, turberas y parches verdes de bosques colonizaron el terreno, haciendo el paisaje más atractivo para los guanacos que para las hayas caducifolias del sur utilizadas para la fabricación de canoas. El río Moat recorre 50 kilómetros desde un valle interior hacia la costa, un camino seguido fácilmente por todo tipo de animales, incluidos los humanos. La ruta hizo que “las interacciones entre la costa y el interior fueran más fáciles”, dice Francisco Zangrando. La Estancia Moat está en la orilla, pero la caza continua en los bosques es evidente por los huesos de guanaco que se acumulan en los depósitos situados en la cima de los drumlins que rodean el yacimiento, con fechas que oscilan entre los 1.000 y los 600 años de antigüedad.
Hay muchas esperanzas puestas en la Estancia Moat. ¿Revelará algo nuevo, algo que los depósitos de conchas no pueden revelar?

Las excavaciones en Estancia Moat son más fangosas que la mayoría de los sitios a lo largo del Canal Beagle/Onashaga porque no es un muladar de conchas. La excavación reveló herramientas antiguas nunca antes encontradas en la región: piedras con agujeros en el medio.
En un momento soleado de un día de verano, un estudiante de pregrado en su primera excavación desentierra un anillo de piedra en forma de rosquilla, del tamaño de la palma de una mano. Más excavaciones desentierran otras tres donas, una rota, en menos de dos metros cuadrados. Smith, McKechnie, y un arqueólogo noruego visitante inmediatamente identifican las donas de piedra como probables pesos para las redes de pesca, una tecnología omnipresente en todo el mundo.
Es la primera vez que la encuentran en el canal Beagle.
“Lo interesante es que no es solo una [dona de piedra]”, dice Francisco Zangrando. Está agachado, cepillando cuidadosamente la tierra que cubre a una de las rosquillas. “Tenemos por lo menos tres o cuatro. Así que, wow. Eso nos da algo de contexto para la discusión”. Francisco Zangrando y Tivoli están perplejos, a pesar de que es inusual encontrar un puñado de herramientas juntas como si hubieran sido dejadas a un lado por un momento.
Pero los aros también son inusuales por la forma en la que se desmarcan de todos los demás artefactos de piedra desenterrados aquí. Si los artefactos pudieran coquetear, estas donas de piedra, tres aún encerradas parcialmente en sus tumbas de barro, estarían pavoneándose –mucho más glamurosas que las escamas de piedra, las piedras de hogar agrietadas y el carbón de los fuegos gastados–. “Míranos”, podrían decir.
Tomó semanas de excavación para llegar a la marca de los 5.000 años de antigüedad donde se encontraron los inusuales artefactos de piedra.
Pero Francisco Zangrado ni siquiera se atrave a decir que las piedras talladas son definitivamente pesos para redes de pesca, pues él es de datos y pruebas contundentes. “Podrían ser algún tipo de peso de para redes, sí, ¿por qué no? Pero tenemos que encontrar una forma de sostener esa afirmación”.
Tivoli está circunspecta, como Francisco Zangrando, mientras recoge una para inspeccionarla. “El objeto fue abandonado por la razón que sea, y fue en una playa, y eso es lo que puedes decir [sobre el objeto]”.
Sin embargo, la imaginación también hace parte del proceso, y yo no tengo problema en conjeturar: hace casi 5.000 años, alguien tenía las piedras, las donas talladas, en sus manos. La familia de esta persona tal vez llegó en una canoa, pidiendo ayuda a los gritos mientras sacaban una pesada foca muerta del bote. La persona puso las piedras a un lado, corrió hacia la playa, y se olvidó de ellas.
Aunque las rosquillas de piedra son emocionantes, es un descubrimiento posterior –en el último día de excavación de la temporada– el que llena de esperanza al equipo: por debajo de la marca de los 5.000 años, en una capa más vieja, encuentran un hogar, trozos de carbón y fragmentos de hueso, materiales que puede ser datados. El momento remoto que están buscando –un sitio más antiguo que la marca de 8.000 años– está más cerca.
Los días en isla Navarino, al otro del canal, son más soleados y cálidos que en la excavación de la Estancia Moat, influenciada por el océano Atlántico.
Con González Calderón, ensartamos una red en una trampa natural para peces en la playa y atrapamos dos róbalos, los blenios patagónicos o bacalaos de roca. A veces, dice González Calderón, engancha a algún salmón que se desvía de una granja de peces cientos de kilómetros al norte, un recordatorio de que las fronteras son casi siempre imaginarias y culturales. Somos tontos si creemos lo contrario.

González Calderón coloca una red para róbalo (blénidos patagónicos) en una trampa natural para peces, en una bahía cerca de Bahía de Mejillones.
Ojeda, el ecólogo marino, va a bucear en busca de erizos de mar, mientras el resto nos sentamos en la playa. Recolectamos menta para el té y leña para el fuego. Nos sentamos tarde alrededor de la fogata, mirando las estrellas, comiendo la cena, conversando. En la mitad de la noche, despierta en mi carpa, escucho voces: Ojeda y Calderón siguen hablando.
Pero ahora debemos partir. Manejamos hacia Puerto Williams, pasamos por la base naval chilena frente a la costa y cruzamos un puente sobre el río Ukika hacia Villa Ukika, donde casas pintadas de colores salpican como confeti un área más pequeña que una manzana citadina.
La mayoría de las personas que se identifican como yaganes, incluido González Calderón, viven allí. Son ciudadanos chilenos con trabajos, familias, y esperanzas para el futuro. Algunos son además tejedores de canastos, recolectores de plantas y animales marinos tradicionales –erizos, lapas, peces–. Hablan en yagán. Y son activistas. Protegen sus aguas –Onashaga, el canal Beagle–. Recientemente, se opusieron enérgicamente a la propuesta de la industria salmonera de instalar corrales en el canal.

El pueblo de Ukika (izquierda, primer plano) está al otro lado de un puente sobre el río Ukika, desde Puerto Williams, no lejos de la base naval chilena. La mayoría de los yaganes viven aquí. Foto de Viktor Posnov/Alamy Stock Photo
Al otro día, en una presentación en el Museo Yagán de Puerto Williams, González Calderón, expresidente de la Asociación Yagán en Navarino, y otros dos líderes indígenas, un yagán de Ushuaia y un miembro de la comunidad selk’nam de Río Grande en la península Mitre, hablan sobre varios asuntos que tienen que ver con las relaciones interculturales. Unas 30 personas, indígenas y no-indígenas, abarrotan la sala, algunos con sus teléfonos inteligentes en alto. Un equipo de cámaras lo graba todo.
Los líderes hablan de su visita a Bayona, en Francia, para un festival cultural sobre pueblos indígenas, un viaje no del todo exitoso. La recreación de una ceremonia sagrada de iniciación que realizaron un par de artistas fue falto de sensibilidad. Durante su visita, no pudieron ver los huesos de sus ancestros, guardados en un museo en Nantes; ni escuchar las grabaciones de un anciano indígena que habían esperado escuchar. Los tres también hablaron sobre el mercadeo de sus culturas en Chile y Argentina –una cerveza llamada Yagán, imanes para neveras basados en su arte, carteles en la calle con imágenes de una ceremonia de iniciación– y cómo la frontera entre los dos países, que divide en dos al canal Beagle, ha dificultado las relaciones entre ellos.
Durante miles de años, las fronteras fueron más fluidas. Los yaganes se mecían sobre las olas de una bahía a otra. Cazaban, pescaban, comerciaban con sus vecinos de tierra firme, transportándolos a través del canal cuando era necesario. Los exploradores europeos escribieron sobre haber visto más de 100 canoas circulando. Hoy, el tráfico en el canal incluye botes de la Armada, cruceros, veleros privados, y expediciones científicas, pero no hay canoas: es más fácil volar desde isla Navarino en Punta Arenas, Chile, que abordar un costoso ferry para turistas hacia Ushuaia, en Argentina.

En la ciudad argentina de Ushuaia, los yaganes disminuyeron más rápido que en la isla Navarino en Chile. Los argentinos no tenían idea de que el pueblo yagán vivía entre ellos. La guerra cercana entre los dos países cortó gran parte del contacto entre las comunidades. Antes del roce fronterizo, las comunidades indígenas a ambos lados del Canal Beagle/Onashaga se reunían con frecuencia.
A medida que los arqueólogos empiezan a ver el pasado de manera más holística –reconstruyendo la historia de un pueblo móvil que convivía y compartía conocimientos a lo largo de un archipiélago que se extienden más cerca de la Antártida que cualquier otra masa terrestre– ponen en evidencia los obstáculos que los límites artificiales vigentes imponen sobre los yaganes y sus vecinos. La frontera política restringe su forma de ser y estar en el mundo –arraigados, pero no estáticos– y les debe irritar. El punto es: este es un lugar dinámico de pueblos dinámicos. Alguna vez vagaron a lo largo y ancho. Narrativamente los ponemos en distintas cajas, y los gobiernos los ponen en cajas geográficas.
Los yaganes, aunque pocos en número hoy, nunca han dudado de su identidad o de su propia existencia. Sus historias dicen que este lugar ha sido su hogar desde antes de que los glaciares se derritieran hace unos 9.000 años. Pero su resurrección metafórica tal vez sea la historia que los forasteros más necesitan. Tal vez los visitantes que molestaron a Cristina lo hicieron con la desesperada esperanza de que revelara qué significa pertenecer a algo, y cómo mantenerse anclado en un mundo de movimientos masivos. Los visitantes pueden ir a cualquier parte, pero, ¿pertenecen a algún lugar? Y, si uno no pertenece a ningún sitio, ¿cómo podría sentir una obligación con un lugar o con sus vecinos, humanos y no-humanos?
Realmente pertenecer, los yaganes nos recuerdan, significa conocer nuestro lugar en esta Tierra. Sus historias de creación les dicen, una y otra vez, que nada es gratis en la tierra y el mar, que deben trabajar duro para vivir en armonía con el mundo sagrado a su alrededor, y que su recompensa no es una vida después de la muerte, sino las incontables, casi infinitas generaciones de vida.